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EL UNIVERSAL / Robert Gómez / Martes 01 de Enero
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Columna: 35mm
Los mejores momentos de El regreso están al principio y al final de la historia. No es que el centro de la misma desmerezca o decepcione, para nada. Sólo que en uno y otro extremo vive una contundencia de sentimientos pocas veces vista en el cine. Porque este film del realizador ruso Adrey Zvyagintsev -ganador del León de Oro en Venecia- es un film de sentimientos puros, rudos, desnudos. De verdades que llegan de golpe y se van con un puñetazo contundente.En su ópera prima, Zvyagintsev da no una, sino dos vueltas de tuerca a diversos temas que afloran en este film ausente de pirotecnia, a ratos abrazado por el espíritu de Tarkovski. La ausencia del padre, el retorno a casa, la búsqueda de las raíces, de la identidad, la superación de los miedos, la incomunicación. Todo eso está allí, resumido en las miradas de Andrey (Vladimir Garin) e Iván (Iván Dobronravov) y en el silencio y la violencia absoluta del padre (Konstantin Lavronenko), en el amor callado y resignado de la madre (Natalia Vdovina). El padre es un hombre con demasiadas manchas en su expediente, con varios secretos a cuestas, con una ausencia de años y una presencia que se resume en una fotografía, único testimonio de su existencia.Así, sin más, un día aparece tendido en su cama como si nunca se hubiese ido. Aparece para irse al día siguiente, pero esta vez acompañado por sus hijos, como si en ese viaje a quién sabe dónde quisiera suplir la falta.Mientras el mayor sucumbe a la presencia inesperada, el menor se empeña en cuestionarla. Uno ansioso y el otro a contracorriente, ambos se embarcan con aquel extraño en búsqueda de una explicación y una afinidad, respectivamente. No obstante, ni una cosa ni la otra llegan. No hay respuestas a una historia no contada, tampoco hay abrazos.Mientras cada hermano va construyendo la historia de su padre a su manera, el espectador va recibiendo un poco más información que los personajes, gracias al guión de Vladimir Moiseenko y Alexander Novototsky. Este par ha preferido concentrar dentro del espacio cinematográfico esa carga emocional que se va desatando casi como la propia tormenta que cae sobre los personajes del film; presos de un mundo gris. El efecto es notable y demoledor en el espectador, único dueño de una verdad que no termina de salir a flote, sino más bien termina literalmente por hundirse.En clave de road movie, Zvyagintsev administra con delicadeza el sinsentido y desasosiego de esa excursión a ninguna parte. A esa remota, isla aislada tanto como cada uno de los personajes que retrata. La imagen de una monolítica torre al principio y al final del relato le sirven al realizador para atar al film, cuyo sentido queda bordado con esa imagen del padre tendido esta vez de frente al espectador; en un cierre aún más desolador. Al final de su viaje, aquel hombre parco y rudo, fantasma del pasado, ha dejado una extraña herencia a sus hijos, quienes una vez más intercambian sus roles y fuerzas, y donde cada uno sin saberlo parece haber encontrado su lugar.
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