La cineasta Marianela Maldonado estrena "Niños de Las Brisas’" un documental que siguió por diez años las vidas de tres niños del sistema de orquestas venezolano cuyos sueños musicales terminan arrasados por el colapso del país
El día que el maestro José Antonio Abreu falleció, Dissandra iba en un autobús rumbo a Perú. Era marzo de 2018. En Venezuela, donde había aprendido a tocar el violín en uno de los núcleos del Sistema Nacional de Orquestas, la institución que el laureado compositor había fundado en la década de los años 70 y convirtió en una referencia, le rendían honores en un emotivo funeral y Nicolás Maduro se preparaba para reelegirse un par de meses después. El país cultural estaba conmocionado. Ella, sola con su violín en el equipaje, comenzaba su juventud. El sueño de ser parte de una orquesta profesional quedó arrasado por los años más duros de la crisis venezolana.
Dissandra, junto con Edixon y Wuilly, componen el retrato de la generación del colapso del modelo económico y político del chavismo. Niños de Las Brisas, una película documental de la cineasta Marianela Maldonado, esclarece lo que ha pasado en el país como solo la cotidianidad, con su belleza y zonas oscuras, puede hacerlo. La realizadora siguió por una década la intimidad familiar de los tres niños músicos de El Sistema -el sistema nacional de orquestas-, habitantes de un barrio de Valencia, una ciudad industrial en la zona central de Venezuela. Luego de rodar por varios festivales y estrenarse en la televisión pública estadounidense y francesa, la película se ve desde hace unos días en las salas de cine del país sin pasar desapercibida por la taquilla y la crítica. En la pantalla se muestra una herida abierta que a gran parte de los venezolanos convoca.
Ni los realizadores de la película ni el país que ha sido espectador y protagonista se esperaban la evolución de esta historia. En 2009, cuando Maldonado hizo sus primeros acercamientos era difícil prever las dimensiones de lo que vendría, esa aplanadora por la que han pasado los venezolanos. Los años de mayor hambre y escasez de comida, de medicinas, de dinero, de certezas, de sosiego. Que también fueron los años de la violencia, las inmensas manifestaciones contra el Gobierno y las bombas lacrimógenas y perdigones.
“Siempre había hecho ficción y estaba buscando para escribir algo relacionado con la música y me interesaba la música académica”, cuenta la cineasta desde Estados Unidos, a donde recaló como muchos venezolanos. “Un día conocí el núcleo del Sistema de Orquestas del barrio Las Brisas, en Valencia, la ciudad donde nací, y comencé a hablar con ellos. La primera con la que hablé fue Dissandra, una niña muy optimista y alegre, y luego con Edixon que era muy curioso. El barrio era un lugar difícil, de mucha pobreza, de familias donde hay un solo trabajo y falta el padre, pero que estaban muy comprometidas con la música. Eso era un contraste interesante para mostrar lo que pasa cuando ofreces educación de calidad”. En esos años, el director Gustavo Dudamel, insignia de El Sistema, también triunfaba en la sinfónica de Los Ángeles y era un modelo a seguir.
Abreu solía decir que la inmensa riqueza espiritual que engendra la música es capaz de vencer la pobreza material. En el documental de Maldonado, en una grabación de archivo, él mismo lo dice. Esa idea es el pedestal del llamado milagro musical de El Sistema, una institución que se ha posicionado como una fábrica de músicos, capaz de obtener Récord Guinness por tener la orquesta más grande del mundo al formar a un millón de niños y adolescentes. La historia de Dissandra, Edixon y Wuilly se sitúa en los límites de esa promesa.
En 2016, los tres protagonistas del documental quedan a la deriva al fracasar en las audiciones para ingresar a una orquesta profesional, las que están en la capital del país, en las que podrían percibir un salario por desarrollar su talento, en las que podrían viajar en las giras con las que el mundo ha conocido a El Sistema. Es en ese momento, cuando los jóvenes se encontraron en un limbo y les toca tomar decisiones, casi seis años después de iniciar el proyecto, Maldonado comenzó a escribir la historia con la paciencia del documentalista. Es cuando Dissandra se lanza al abismo de la migración; Edixon se mete al Ejército para sostener el hogar que tiene con su abuela y su madre sorda; y Wuilly, que entonces ya ejecutaba 11 instrumentos y aprendió el violín en YouTube, se pone a tocar en la calle para poder comer a punta de propinas y termina como símbolo de las protestas de 2017, en las que aparece en más de una foto con su violín delante de las tanquetas policiales y luego llorando cuando un guardia le rompió su instrumento.
Como muchos jóvenes que encabezaron esas protestas, Wuilly pasa por la cárcel y termina en el exilio en Estados Unidos que le ha permitido seguir su carrera. Este giro en la historia del joven fue uno de los grandes desafíos de la producción, que también se vio afectada por las dificultades para moverse en un país sin gasolina, presupuestar un rodaje entre hiperinflación y devaluaciones y hacer cine en medio del desaguadero migratorio. Cada vez que iban a filmar, alguien del equipo ya se había ido. Pero durante las manifestaciones a las que el joven músico fue tenían algunas cámaras. “Teníamos un equipo de la película rodando en las protestas, que eran Carolina Ríos y María Fernanda Martínez. También conseguimos material de los videógrafos que cubrieron las protestas. Pudimos ir con una cámara, el funeral del joven músico Armando Cañizález —una de las primeras víctimas de la represión de las protestas de 2017—, con el que Wuilly había tocado y por lo que estaba muy afectado” explica la productora Luisa De La Ville. “Nosotros buscamos seguirlos en sus deseos y decisiones, para hacer un retrato que nos acercara a ese sentir”, agrega Maldonado.
“Lo que ha pasado en Venezuela es muy complejo y la realidad sobrepasa a cualquiera”, reflexiona la directora, quien insiste en aclarar que la película no es una crítica a la institución musical, aunque en algunos sectores lo han interpretado así. “La música claro que es una herramienta de supervivencia espiritual. Pero solo la música no te puede salvar cuando no hay electricidad, no hay trabajo. Nosotros entendemos claramente el trabajo que hace El Sistema en esos barrios donde ni siquiera hay escuelas públicas. Pero hoy, por ejemplo, el núcleo de Las Brisas está cerrado”. A Dissandra, Edixon y Wuilly, sin embargo, les ha quedado la música y hoy, advierten las realizadoras, están en una mejor situación que cuando terminaron la película. Tanto Maldonado como De La Ville coinciden en la producción ha ayudado a entender Venezuela y los años bajo el chavismo que han marcado los últimos 25 años, sobre todo para el público extranjero. Para los venezolanos, con documentales como Niños de Las Brisas o Érase una vez Venezuela —en el que Maldonado también trabajó— o películas como Simón, que se convirtió en un fenómeno que incluso llegó a Netflix. El cine comienza a hacer su trabajo de catarsis y memoria.